Ya hemos hablado en otras ocasiones de mujeres que tuvieron una participación más o menos destacada en la guerra. Las vimos vikingas, galesas, bretonas y, en suma, de nacionalidades diversas; entre ellas figuraban varias españolas y hoy vamos a insistir con las féminas nacionales recordando la figura de la Dama de Arintero, la hija de un noble leonés que ante la ausencia de un hermano varón cogió la armadura y la espada para representar a su familia en la Guerra de Sucesión Castellana del último cuarto del siglo XV.
Arintero es un minúsculo pueblo del municipio de Valdelugueros, provincia de León, situado en plena cordillera Cantábrica. Hoy apenas tiene catorce vecinos pero hace quinientos cuarenta y cuatro años, sin ser mucho mayor, tendría algunos más, probablemente en torno a un centenar. En cualquier caso, el señor local era el conde García, un hidalgo de solar, es decir, que tenía casa solariega y sus cuatro abuelos poseían hidalguía acreditada (lo que se denominaba “por los cuatro costados”). Con tal condición, estaba obligado a aportar un caballero armado al ejército real.
León pertenecía a la Corona de Castilla, que en 1475 estaba envuelta en un conflicto sucesorio tras la muerte sin heredero del rey Enrique IV. Éste había tenido una única hija, Juana de Trastámara, nacida en 1462 y proclamada Princesa de Asturias pero puesta bajo sospecha desde el primer momento al extenderse la idea de que en realidad la paternidad correspondía al valido real, Beltrán de la Cueva, de ahí que la apodaran la Beltraneja, igual que al monarca se le llamaba Enrique el Impotente.
Es imposible saber a ciencia cierta la verdad porque los restos mortales de Juana desaparecieron durante el famoso Terremoto de Lisboa de 1755 (estaba enterrada allí) y, por tanto, no se puede comprobar su ADN. Pero entonces los opositores a Enrique aprovecharon el rumor para negarse a aceptar esa sucesión e iniciar una guerra civil con el hermanastro de Juana, el infante Alfonso, como candidato al trono; incluso le proclamaron en un esperpéntico acto, la llamada Farsa de Ávila, durante el que se derrocó a un muñeco de paja que representaba al monarca.
Al final se firmó la paz en la Concordia de Guisando de 1468 pero la cuestión sucesoria quedó sin concretar porque, si bien Alfonso falleció ese mismo año, el testigo fue recogido por su hermana Isabel. Un año después, ésta contrajo matrimonio con su primo Fernando, heredero de la Corona de Aragón, desobedeciendo la decisión del rey de casarla con Carlos de Trastámara y Évreux, príncipe de Viana. Hasta entonces Isabel se había negado a actuar abiertamente contra el soberano pero sus partidarios se movían para posicionarse de cara a la sucesión.
Y el 11 de diciembre de 1474 llegó el momento, cuando una enfermedad (o veneno, según algunos) segó la vida de Enrique IV y tanto Juana como Isabel se proclamaron reinas, abocando a Castilla a la guerra civil. Los isabelinos contaban con la alianza de los aragoneses mientras que los juanistas acordaron su casamiento con su tío, el monarca portugués Alfonso V, para tener el apoyo de ese país y sumarlo al de Francia, rival de Aragón. Otros reinos se mantuvieron neutrales, caso de Inglaterra, Borgoña o Granada, a pesar de manifestar simpatías por Isabel.
La entrada de tropas lusas por Plasencia en ayuda del partido juanista y la posibilidad de que enlazaran con las francesas alarmó al otro bando, que envió emisarios por toda Castilla llamando a las armas. Así llegó la noticia a Arintero, donde el mencionado conde García se veía imposibilitado para responder a la convocatoria al no tener hijos varones; sólo cinco hijas (o siete, según versiones), lo que le obligaba a acudir él mismo. Algo que no hubiera sido un impedimento en otros tiempos, pues había tomado parte en numerosas campañas contra los musulmanes, salvo que ahora ya peinaba canas y no estaba en condiciones de retomar la vida castrense.
Y es que resultaba humillante para aquel hidalgo saber que varios vecinos se disponían a marchar hacia Benavente para unirse al ejército como peones y, más aún, que los vástagos de otros hidalgos del entorno ya estaban en marcha. Por eso, viendo su decaída moral, una de las hijas, llamada Juana, le hizo una insólita propuesta: ella acudiría en representación de la familia. En un principio, la idea fue rechazada terminantemente por el conde pero lo cierto es que no quedaba otra alternativa y poco a poco fue remitiendo su negativa hasta empezar a asumirla.
Finalmente terminó aceptando. Como los heraldos reales tenían que recorrer todo el reino y dar tiempo a unos y otros para prepararse, quedaban dos meses por delante para que Juana recibiera un entrenamiento como guerrera, desde aprender a dominar al caballo en medio del fragor del combate a manejar espada y lanza, pasando por acostumbrarse al peso e incomodidad de la armadura. Pero su determinación lo hizo posible, de modo que al cabo de ese tiempo estaba preparada y resolvió presentarse en Benavente como el caballero Diego Oliveros de Arintero, previo sacrificio de su larga melena.
El viaje hasta la localidad zamorana duró cuatro jornadas y una vez allí se incorporó a las tropas sin que nadie sospechase nada. Durante un año entero tuvo oportunidad de combatir e ir perfeccionando su conocimiento del oficio de las armas; la celada cerrada, las informes protecciones y un valor que no tenía nada que envidiar al del más veterano preservaron su identidad. En febrero de 1476 los reyes pusieron sitio a Zamora, que estaba en manos portuguesas, conquistándola. Los lusos se retiraron antes de que la plaza fuera tomada totalmente, planeando atrincherarse en Toro.
Fernando se percató de ello y salió en su persecución, alcanzándolos poco antes de que llegasen. El choque se produjo en los campos de un pueblecito llamado Peleagonzalo, si bien pasaría a la Historia con el nombre de Batalla de Toro. Junto a otros caballeros, Juana cargó contra el enemigo intentando arrebatarle el pendón al alférez pero, en su ímpetu, quedó aislada ante tres adversarios. Pudo deshacerse de dos pero el otro tenía ventaja al luchar cuesta abajo y logró desarmarla y herirla.
Aquí el relato varía. La leyenda narra que en el fragor de la batalla se le rasgaron los ojales del jubón y quedó a la vista uno de su senos; parece imposible llevando coraza. Aunque intentó taparse rápidamente, la cosa no pasó desapercibida y empezó a correr de boca en boca que había una mujer en la hueste. Otra versión dice que la descubrieron al verla bañarse en el Duero pero la más probable es que quedara inconsciente y fueran los médicos, al disponerse a curarla, quienes se percataran de que aquél era un cuerpo femenino.
En cualquier caso, el clamor de la soldadesca llegó a oídos del almirante de Castilla, que se enteró así de su verdadera identidad. Todo un problema porque en la Edad Media la relegación de las mujeres era absoluta siguiendo la tradición legislativa de las Siete Partidas y, por tanto, resultaba impensable que pudieran participar en la guerra. El mismísimo rey Fernando se enteró del extraño episodio y mando llamar a Juana a su presencia. Así se hizo y se le explicó al monarca toda la historia, quién era y el porqué de su acción. Fernando no daba crédito a lo que oía pero, admirado de su valor, hizo justicia: no sólo perdonó el engaño sino que le concedió numerosas e importantes mercedes a Juana.
Entre ellas figuró, a petición de ella, que todos los vecinos del pueblo obtuvieran la hidalguía, librándolos así de su contribución de sangre (es decir, de acudir a la guerra) y dinero (los hidalgos no pagaban tributos), proscribiendo de establecerse a los pecheros (pueblo llano, el que pechaba, es decir, pagaba impuestos). Asimismo le dio licencia para que Arintero organizase una feria anual -algo que en aquel tiempo constituía un importante incentivo económico- y una fiesta en recuerdo de la victoria de Toro (que en realidad no fue tal, ya que la batalla acabó en tablas, pero supuso un triunfo político al asegurar el trono para Isabel).
Pero, además, el soberano le otorgó permiso para añadir al escudo de armas de su familia un cuartel que llevaba una dama empuñando lanza y adarga. Posteriormente se le sumaron apócrifamente unos versos que hoy pueden leerse en una placa de su presunta casa natal (una reconstrucción, en realidad, pues la original resultó destruida en la Guerra Civil de 1936-39). Dicen así:
Conoced los de Arintero
vuestra Dama tan hermosa,
pues que como caballero
con su Rey fue valerosa.
Si quieres saber quién es
este valiente guerrero,
quitad las armas y veréis
ser la Dama de Arintero.
De toda esta historia no hay fuentes documentales (salvo una carta esgrimida ante Felipe V por las autoridades de Arintero para hacer valer su privilegio ante el nuevo monarca) sino romances, por lo que no se sabe con seguridad dónde acaba la verdad y dónde empieza la leyenda. Además tiene un triste final que, una vez más, es diferente según se cuente. Unos dicen que Juana regresaba a Arintero cuando, a su paso por el pueblo de La Cándana (cerca de Valdelugueros), un grupo de soldados que jugaban a los bolos trataron de robarle sus privilegios y como ella no se dejó empezó una pelea en la que acabaron asesinándola.
La otra versión es más jugosa y apunta a los reyes, cuyos consejeros debieron hacerles ver que aquellas medidas de gracia, tanto las exenciones tributarias como el perdón a la mujer, podían sentar peligrosos precedentes e incluso agravios para otras comarcas y el trono no era aún lo suficientemente fuerte como para permitirse alegrías. Hay quien dice que fue Isabel, siempre rigurosa con el cumplimiento de las leyes o deseosa de, efectivamente, demostrar su determinación ante la nobleza; incluso quizá por celos, interpretando por exceso una nueva debilidad de su marido por el sexo opuesto. Así que fueron enviados varios hombres tras Juana para exigirle la devolución de los documentos y cuando se negó a entregarlos hubo un altercado que terminó con su muerte.
Fuentes: Mujeres de armas tomar (Isabel Valcárcel)/Leyendas españolas de todos los tiempos. Una memoria soñada (José María Merino)/Mujeres en el campo de batalla (Alicia María de los Reyes García y María Victoria Santos de Martín Pinillos)/La condición jurídica de la mujer a través de las Partidas (Mª Pilar Sánchez Vicente)/La España de los Reyes Católicos, 1474-1520 (John Edwards)/Los Reyes Católicos. La Conquista del trono (Luis Suárez Fernández)