miércoles, 24 de julio de 2019

Bardulia y preludio a Castilla

El nombre de Bardulia ha designado diferentes territorios. Estrabón localizaba a los bárdulos ocupando la actual Guipúzcoa con parte de Álava y Navarra. En el siglo V, Hidacio presenta a los hérulos saqueando las costas de Cantabria y Bardulia. Pero en el siglo VIII Bardulia es referida en una crónica como de haberse desplazado hacia el norte de la provincia de Burgos y sur de Cantabria. La causa de este desplazamiento puede haber sido el poblamiento y conquista del actual País Vasco por los vascones durante el siglo VI, mientras la zona no estaba sometida por los visigodos.

A finales del siglo VI los visigodos del reino de Toledo, bajo la dirección centralizadora de Leovigildo, dieron por terminada la independencia que hasta ese momento había mantenido en el tercio norte de la provincia Tarraconense el Senado titular de Cantabria con sede en Amaya, y que incluía en su convento jurídico a todos los pagos y municipios que llegaban hasta Araceli (el moderno Araquil), pero no la parte oriental del territorio de los antiguos Várdulos y su urbe portuaria tardo-romana de Oeasso (Irún), que había quedado encuadrada desde hacía más de dos siglos por Diocleciano dentro del convento jurídico de la más cercana Pamplona, razón por la cual, los vecinos del territorio vascón circunscrito ya habían sido a efectos legales avecinados en la Vardulia.

Pero es a raíz de la caída del imperio y tras la toma bajo asalto del rey Eurico de Tolosa, de la mayor parte de la Tarraconense en 473 –en un movimiento en pinza a través de ambos extremos del Pirineo, en el que el dux Guterico tomó Pamplona, Calahorra y Zaragoza–, en que los abusos consecuentes del ejército de ocupación visigodo sobre la calzada romana aún en servicio y que unía ambas provincias del reino de Tolosa a su paso por tierras vasconas, que hicieron que el número de refugiados en tierras menos accesibles, como las de sus pagos várdulos, desbordara y les hiciera pedir refugio legal en los territorios hispanorromanos adyacentes hasta entonces correspondientes dentro de la vecina Cantabria, hasta que el gobierno legítimo de ésta también cayó cien años después.

Durante el casi siglo y medio de dominio visigodo, la provincia de Cantabria quedó igualmente reconocida pero adjudicada al mando militar y civil de un duque godo, con sede en la misma capital cántabra-romana de Amaya y varios condes a cargo de las civitates o cabezas de comarcas más amplias. No obstante, parece ser que en algunas comarcas, su autoridad aún no fue totalmente aceptada, al igual que pasaría después con los duques y príncipes de Asturias, y los reyes visigodos de Toledo tuvieron que prestar su apoyo con la hueste real a los duques para mantener la zona sometida. Tiempo después, a la caída de su reino de Tolosa, y el empuje de los francos merovingios sobre los Pirineos, Pamplona cambiaría de manos varias veces y los reyes de Toledo se vieron obligados a crear otra guarnición de frontera más al oeste, en tierras de Vitoria, lo que dejaba ver el límite oriental del poder efectivo de los duques de Cantabria, dejando ya como zona derelicta o a disputar la de más allá del Valle de la Burunda, anteriormente de su jurisdicción y de importancia estratégica para el acceso a Pamplona o de vascones hacia Vardulia. Efectivamente, las sedes episcopales de esa parte de la antigua Cantabria, así como las de Pamplona ya no se presentaban a los sínodos de Toledo, ni reconocían al obispo de Toledo como su Primado.

La creación o aceptación por parte de los monarcas Merovingios de la autoridad de duques vascos o Patricios romano-aquitanos en las zonas colindantes de la antigua Vardulia-Cantabria hace sospechar del alcance de su autoridad e influencia dentro de la Vardulia o Cantabria oriental. En todo caso, el estrato arqueológico de esos dos siglos inciertos demuestran que la influencia cultural y material sobre los anteriores territorios orientales del convento tarraconense de Cantabria, ducado visigodo después, pasaron a ser dominantes no ya por vascones del Pirineo o tierras del Ebro navarras, sino por otras de más allá de Aquitania.

A la caída del reino visigodo de Toledo, los invasores magrebíes pasaron a tomar posesión de los dominios militares en ducados o plazas fuertes de condes visigodos, bien por la fuerza o bajo tratados de aceptación de autoridad pero tributaria, como los que hicieron en la zona de Murcia-Villena el duque Teudomir, o más cercana, Ebro abajo, el conde hispano-godo Casius de la Rioja y sus hijos los Banu Qasi, o los condes de Estella y Olite, como muchos otros en Galicia y otros puntos. No sucedió lo mismo en Cantabria, cuyo duque opuso resistencia y tuvo que refugiarse junto a la población de las comarcas cántabras llanas de la meseta, de forma dispersa por sus dominios más recónditos, quedando la plaza fuerte y capital de Amaya arrasada. El ejército magrebí dejó guarniciones a lo largo de la calzada que unía el Ebro con la principal capital militar andalusí de la Meseta en Astorga, con lo que las zonas limítrofes también sufrieron bastante despoblación al estar los vecinos menos expuestos a levas y otros abusos de ocupación militar tras la cordillera, aunque el convento jurídico/ducado de Asturias tramontano llegó a estar ocupado, y Gallaecia-Galicia junto a León-Astorga (Asturias leonesa) aún estuvieron ocupadas unas décadas más.

No se sabe exactamente si el supuesto espathario real de Toledo e hijo del anterior duque de Astúrica, Fávila, Don Pelayo se encontraba refugiado en el territorio del vecino ducado de Cantabria –que comprendía la zona oriental de la posterior provincia de Asturias– ofreciendo al duque Pedro refuerzos en la defensa del posible asalto a su ducado por parte del caudillo bereber Munuza, o para desde allí iniciar la recuperación del dominio de Asturias. Lo que sí resultó de todo ello fue, la elección por otros nobles visigodos galaicos y astures aún bajo ocupación, a elevar a don Pelayo si no a la corona real de Toledo sí a ser su regente, al igual que los nobles ostrogodos habían hecho con Teya en Italia, y a las fuerzas islámicas a abandonar sus guarniciones avanzadas sobre la cordillera vulnerables a un bloqueo logístico y replegarse al pie de ella en la Meseta.

La zona oriental de la Meseta, en la posteriormente llamada 'Castella-Vetula' también corrió la misma situación, aunque sufriendo la ocupación militar durante más tiempo que la Meseta occidental leonesa y Galicia ya libres tras el abandono de las tropas de guarnición bereberes, que se rebelaron al gobierno árabe y embarcaron de vuelta a su país, también en rebelión hacia el 740. Las zonas montañosas contiguas, fuera del alcance de los Andalusíes aún estacionados en el Alto Ebro, recibieron gran cantidad de refugiados no solo de las comarcas llanas de la anterior Cantabria sino también de zonas colindantes al sur del Ebro. A este período pertenecen la cantidad de cenobios cristianos y reutilización de cuevas otra vez como habitación humana, en las fachadas de la cordillera que delatan la superpoblación de estos valles angostos y poco fértiles para la producción de alimentos tan numerosos como los cereales y otros que sostenían de secano. El obispado de Auca y sus diócesis tuvieron que refugiarse en Valpuesta y dentro de los altos valles limítrofes de La Losa, Mena, Trasmiera y de Ayala fuera del alcance fácil de las guarniciones del Alto Ebro, ya bajo el control de los Banu Qasi de la Rioja a partir de la instauración del Emirato, y aliados a los condes de la marca franca del Pirineo occidental. Estos contarían con un poder efectivo de alcance, y recursos de una zona más rica desde el Pisuerga hasta Caspe, que llegó a incluir a todas las urbes del Ebro y hasta Pamplona y Toledo en ocasiones, aunque fueron menguando en dominio y alcance con las fortunas de éstos bajo la potestad superior de Córdoba. Siendo luchados en el alto Ebro uno a uno en un reñido avance y retroceso por más de un siglo, valle a valle y fortaleza a fortaleza contra los condes cristianos locales tras de la cordillera, hasta la segunda década del siglo X en que la poder de los del Ebro desaparecería por completo, y sus sucesores aún contando con el apoyo de Córdoba, recibirían ya el jaque mate definitivo con la conquista de la Rioja gracias a la participación conjunta de respaldo real doble entre Navarra y León a los condes del Alto Ebro. Lo que ya permitiría la reunificación de los condados castellanos si no en uno solo, sí bajo la hegemonía política de pactos o lazos feudales con los condes de Lara más al sur del Ebro y en las nuevas fronteras sobre el Duero, y éstos cada vez más enzarzados con lazos familiares y políticos cambiantes a caballo entre los de las dos casas reales de Navarra y León, de los que no sobrevivirían siendo eliminados bajo la dinastía Jimena en el primer tercio del siglo XI, cuando ya el condado semiautónomo pasaría a ser elevado legalmente a la soberanía de reino. De todos modos, durante los dos primeros siglos tras la caída del poder visigodo en Hispania y la instauración de la nueva autoridad de Andalusíes en ella, o su mayor parte, la autoridad real que los duques de Cantabria –ya príncipes de Asturias– empezó y continuaría teniendo problemas para ser reconocida en lo jurídico y oficial en el sector oriental de la antigua Cantabria o Vardulia en toda su extensión –y lo que posteriormente se llamaría impropiamente Bardulia– , como ya venían arrastrando los mismos reyes de Toledo, problema que se agravaría con el tiempo y llegarían a reconocer hasta los condes locales, castellanos y vecinos.

Alfonso I de Asturias y su hermano Fruela hicieron dos expediciones por el sector oriental del reino. Aunque las campañas fueron de saqueo y destrucción, parece que intentaron conservar las fértiles tierras de las márgenes del Ebro y en cuanto el primer emir Omeya, Abderramán I logró pacificar su emirato, envió sus ejércitos al mando de Badr hacia la marca oriental del reino asturiano en 767. Desde La Rioja, Badr remontó el río Ebro devastando la zona, y luego se ensañó con la llanada alavesa. En su retirada fortificó los puntos estratégicos con el fin de mantener el control de la calzada romana que surcaba el territorio.

Si en alguna parte resistieron las avanzadillas repobladoras asturianas, la dura campaña del 791 terminó por ahogar esos intentos de repoblación de la zona.


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