viernes, 6 de diciembre de 2019

Dolmen de Lácara: Las Puertas del Hades por Alfredo Orte Sánchez

“No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.” Stefan Zweig.

Abrumados por la fastuosidad y armonía de los monumentos de Mérida, el viajero a veces olvida que antes de la llegada de los romanos hubo pueblos en esa comarca. Se trataba de una cultura que no había conocido todavía los cánones clásicos, el derecho o la filosofía de Aristóteles, pero sin duda estaba en posesión de ciertas ideas trascendentes mucho más profundas de lo que podríamos llegar a imaginar. A unos 25 kilómetros de la capital de Extremadura, en una de las típicas dehesas del norte de Badajoz nos encontramos con el mejor testimonio del Calcolítico en estas tierras. 

El dolmen de Lácara fue construido en el 3000-4000 a. C. sin que se haya podido precisar más hasta el momento; esta cronología ha sido establecida a partir de los elementos del ajuar funerario que fueron encontrados en su interior: cuchillos, puntas de flecha, placas de pizarra… Se trata de un ejemplo magnífico de dolmen de corredor, levantado con una serie de losas de un tamaño inmenso hasta el punto de parecer una obra de gigantes. Un pasillo adintelado conduce a una cámara mortuoria que originalmente debió de alcanzar los 5 metros de altura, y que estaba cubierta de un manto de tierra que ocultaba a la vista dicha cámara.  La presión que los grandes bloques de piedra ejercían hacia fuera era tan fuerte que fue necesario colocar una serie de piedras hincadas en un anillo exterior para contrarrestas estas fuerzas.



En la actualidad, solamente se conserva intacta una de las piedras que sostenían la cúpula. Las dimensiones de estos bloques nos hacen preguntarnos continuamente cómo fueron capaces estos hombres de acometer una empresa de semejantes proporciones. Pero sobre todo, nos preguntamos qué motivos les impulsaron a hacerlo. La propia situación del dolmen, junto al río Lácara nos lleva a pensar que como en otras culturas, las corrientes de agua representaban una frontera simbólica con el mundo de los difuntos. El túmulo fue excavado por el profesor Martín Almagro que además elaboró un estudio donde apuntaba algunos datos interesantes. Por ejemplo, estableció como hipótesis que el dolmen no fue siempre un lugar de enterramientos, sino que fue el centro de un espacio ritual y de celebraciones que ocasionalmente se utilizó como tumba. Prueba ello la existencia de una gran losa en las inmediaciones que pudo haber servido como altar sagrado.

En el Museo Arqueológico Nacional se encuentran todas las piezas del ajuar funerario que fueron recuperadas; entre ellas, llama la atención los ídolos esculpidos en placas de pizarra, con sus ojos perforados y decoración geométrica cuyo significado ha sido sepultado en la rueda del tiempo. Se ha supuesto con acierto que esta riqueza sólo podría corresponder a la tumba de un personaje importante, probablemente el jefe de una tribu que habitaría en su contorno. Pero de todos los elementos relacionados con el mundo de los muertos que nos ofrece el dolmen, probablemente el más interesante sea su propia orientación al Sur Este, a la salida del sol en el solsticio de invierno. La luz de nuestra estrella más cercana penetra todos los 21 de Diciembre por la oscura entrada del corredor, iluminando el fondo de la cámara sepulcral, una orientación que también aparece en muchos otros sepulcros megalíticos del suroeste peninsular. Sin duda, los hombres del Calcolítico eran plenamente conscientes de los ciclos de duración de los días y les otorgaron un valor simbólico trascendente. Es la luz del mundo, aquella que nos recuerda que la muerte no es más que un estadio de nuestra existencia desde tiempos remotos.




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