El marqués Armando de Soto recibió al albañil Manuel Guijarro, que estaba levantando una caseta para el guarda en su finca La Lobita. El trabajador le explicó que habían hallado unas enormes y raras piedras en el paraje del Zancarrón, en el municipio onubense de Trigueros. De Soto se acercó a ver de qué se trataba y, tras inspeccionarlo, encargó unas excavaciones. Posteriormente, envió un informe con sus averiguaciones a la Real Academia de la Historia. Corría 1923.
Casi un siglo después, y gracias a las nuevas tecnologías, expertos de cuatro universidades españolas y otra estadounidense tienen ya los resultados definitivos: un dolmen, bajo un túmulo de 60 metros de diámetro, con más de 60 grabados de figuras que portan hachas, báculos y puñales. Muchos de ellos fueron representados con mantos de dibujos geométricos en rojo y negro sobre fondo blanco. Su antigüedad aproximada, unos 6.000 años.
Mimi Bueno-Ramírez, catedrática de Prehistoria de la Universidad de Alcalá de Henares (Madrid), comenta orgullosa: “Si hubiese estado ubicado en Reino Unido, por ejemplo, ya sería uno de los lugares más concurridos por los turistas. Es, sencillamente, espectacular”.
El descubrimiento de las cuevas de Altamira (solo reconocidas mundialmente en 1902) llamó la atención de los mejores arqueólogos de Europa a principios del siglo XX. España se estaba convirtiendo en una especie de Salvaje Oeste de la arqueología donde todos querían encontrar El Dorado. Entre aquellos expertos se hallaba el alemán Hugo Obermaier, quien recibió una invitación de la Real Academia de la Historia para investigar en profundidad los descubrimientos en la finca del marqués.
Noticia publicada en El Pais
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